Caía la tarde. El sol, como un disco de fuego, transmitía su color rojo al cielo, que cubierto de nubes bordeadas de oro ofrecía los más variados tonos del índigo, del jacinto y del celeste en el crepúsculo estival.
Los indígenas de la tribu de Guazú-tí, susceptibles a las bellezas de la naturaleza, atribuían este espectáculo maravillosos a la creencia de que el sol lucía sus mejores galas para recibir el alma del angelito que acababa de morir.
Se trataba de Miní, el último hijo del cacique nacido hacía apenas tres lunas.
Cuando nada lo hacia suponer, una dolencia extraña había producido la muerte de la criatura.
Depositaron el cuerpecito del niño en una urna de barro que colocaron en la oga guasú de los padres. A ella iban llegando hombres y mujeres, viejos y jóvenes, para celebrar la muerte del angelito, cuya alma, por no haberse contaminado con los males y vicios de la tierra, estaba destinada a ocupar un lugar de privilegio en el reinado del sol. Subiendo por uno de los rayos que el astro envió con ese objeto, el alma ya había llegado al cielo.
En la tierra, en la casa de los padres, se dio comienzo a la fiesta con motivo de este acontecimiento.
Ya tenía Caranda-í y Guazú-Ti quien rogara por ellos junto a sus dioses.
Los festejos comenzaron. La chicha corrió en abundancia y cuando se empezaron a notar sus efectos entre la concurrencia, se dio principio a los bailes y a los cantos entonados por los presentes.
En un claro del bosque, junto a la cabaña donde descansaba el cuerpecito del niño, se encendieron grandes fuegos alrededor de los cuales, acompañándose con gritos, mímica adecuada y movimientos de brazos, danzaban hombres y mujeres.
Toda la noche duró la celebración y continuó una vez enterrado el "muertito".
Guazú-tí y su tembirecó Caranda-í habían tenido varios hijos; pero todos habían muerto antes de llegar al eichú, atacados por la misma rara dolencia que Miní.
Caranda-í estaba muy triste. Ella soñaba con tener una hija que alegrara su vida y la acompañara a realizar las tareas propias de las mujeres de la tribu; le enseñaría a hilar y a tejer algodón, a labrar la tierra y a sembrar, a fabricar esteras, a tejer lindas chumbés... Hasta en su nombre había pensado. La llamaría Panambí porque iba a ser bonita y alegre, y como las mariposas iría de flor en flor...
Por su parte, Guazú-tí deseaba tener un hijo fuerte y valiente como sus antepasados, que los acompañara en sus excursiones de caza, que manejara con destreza el arco y la flecha, que supiera construir y dirigir una canoa, pescar los mejores peces y defender la tierra de sus antepasados con valor y con audacia. Él sería más tarde, a su muerte, el cacique de la tribu...
Pero contra estos deseos de ambos esposos, estaban los designios del Sol que se negaba a concederles el ansiado hijo.
Días más tarde conversaron Caranda-í y Guazú-í llegando a la conclusión de que los dioses estaban enojados.
Decidieron entonces ofrecerles sacrificios y ofrendas que los reconciliaran con ellos. Al mismo tiempo les pedirían el hijo soñado.
Se hicieron importantes rogativas de las que participó toda la tribu.
Las rogativas fueron oídas por el Sol. Un eichú después, en un día brillante, hacia mediodía, nació en el hogar del cacique una hermosa niña, hija de Caranda-í y de Guazú-tí a la que llamaron, tal como lo deseaba la madre, Panambí.
Todos los cuidados les parecieron pocos para dedicarlos a la recién nacida, pensando siempre con temor, en que la pequeña, tal como sucediera con sus hermanos, podría contraer la grave dolencia que los había llevado a las regiones donde impera el Sol.
Pasó el tiempo y la pequeña Panambí llegó a ser una hermosa criatura vivaz y juguetona. Sus ojos negros brillaban como dos cuentas de azabache y era muy gracioso oírla, en su media lengua, imitar el lenguaje de sus padres y de los niños que jugaban con ella.
En todos los que la rodeaban, y sobre todo en sus padres, había quedado imborrable el recuerdo de la primera palabra pronunciada por la niña y que ellos escucharon estupefactos.
Se hallaban junto a su oga, en una mañana de yasí-mo-coí, cuando la chiquita, levantando sus ojitos al cielo, hacia el lugar donde el disco del Sol lucía en toda su brillantez, dijo con suma facilidad, como si estuviera acostumbrada a pronunciarlo:
—Cuarajhí...
Todos se miraron asombrados, creyendo haber oído mal, pues eran muchas las dificultades que ofrecía la palabra para quien sólo había balbuceado hasta entonces.
Como para que no les quedara el menor asomo de duda, la pequeña Panambí volvió a repetir:
—Cuarajhí...
Desde ese momento, su lengüita de trapo no cesó en sus intentos de reproducir el lenguaje de los que la rodeaban, consiguiendo hacerse entender con medias palabras o con sonidos más o menos parecidos a los que trataba de pronunciar.
Sólo una palabra surgía perfecta de su boquita a la que asomaban los primeros dientes:
—Cuarajhí...
La pequeña Panambí crecía sana y fuerte. Su carita mofletuda, de color cobrizo, era el más claro exponente de su buena salud; pero la madre, que vivía con el temor de que la pequeña, al igual que sus anteriores hijos, enfermara de pronto, multiplicó sus cuidados y la rodeó de innumerables atenciones.
El invierno había llegado con sus fríos intensos y con sus vientos continuos, que silbaban al pasar entre los juncos y las totoras, encrespando las aguas del río y agitando con fuerza las ramas de los zuiñandíes, de los aguaribais, de los chañares y de los piquillines.
Entonces se aumentaron los cuidados a la pequeña: se evitaba sacarla al aire, se trataba de que no tomara frío, terminaron no dejándola salir de la oga guasú, donde pasaba sus días y sus noches.
El tiempo desapacible pasó y la ará-ivotí llegó con su aire tibio y perfumes de flores.
Para la pequeña Panambí, sin embargo, la vida continuó como hasta entonces. En vista de los buenos resultados obtenidos merced a los cuidados a que se la sometiera durante esa temporada, decidieron continuar en la misma forma por temor de que el menor descuido fuera la causa de una enfermedad imprevista que les arrebatara a la hijita.
Por esa causa, mientras todos los niños correteaban por la pradera cortando los jugosos frutos que les ofrecían abundantes el mburucuyá, el ñangapirí y el chañar, o recogiendo miel silvestre que gustaban con fruición, la pequeña Panambí, víctima de cuidados exagerados, estaba condenada a no salir de su oga guasú.
Pasaron así varios años. Caranda-í y Guazú-tí, felices al haber conseguido conservar a su hijita que ya tenía seis años, vivían para cuidarla, evitándole el frío, el aire muy directo, el sol fuerte.
La preciosa criatura que era Panambí cuando apenas contaba un año había sufrido un cambio por demás notable. Era una chica alta, muy delgada, pálida y de aspecto enfermizo, callada, taciturna e inapetente.
Pasaba su vida quietecita, sentada en un rincón de la cabaña, y al contrario de lo que sucede con los niños de su edad, ella jamás sentía deseos de jugar ni de reír.
Día llegó en que no quiso levantarse del lecho formado por una armazón de ramas, cubierta con hojas de palmera.
Con la vista fija en la pared que quedaba frente a ella y de la que colgaban el arco y las flechas de su padre, miraba sin ver.
El padre y la madre, al comprobar el decaimiento de la niña, temieron que hubiera llegado la hora en que los dioses la llamaran a su lado y, desesperados, trataron de reanimarla, consiguiendo, después de muchos ruegos, que se levantara.
Poco duró la alegría que les produjo esta determinación de la niña, porque al poco rato se hallaba echada en una de las hamacas de algodón colgadas en el interior de la oga guasú.
Convencidos de que el extraño mal había alcanzado a su hija a pesar de los cuidados prodigados, Guazú-tí mandó llamar al hechicero a fin de conjurar el mal que había atacado a su hija.
Fantásticas ceremonias realizó el hechicero frente a la hamaca donde descansaba la niña, hasta que por fin, con el rostro congestionado y la mirada ausente, dijo, dirigiéndose al padre:
—Tu hija se muere víctima de su encierro. Ella te fue enviada por Cuarajhí y tú la privas de sus rayos que son para la niña, la vida y la salud. Panambí necesita aire, luz y sol... ¡sol en abundancia! No hay medicina ni cuidados que curen a tu hija. Panambí se muere porque le falta sol. Él es el único que puede devolverle la salud perdida...
Calló el hechicero y Guazú-tí, dispuesto a seguir cuanto antes sus consejos, llevó una de las hamacas y la colgó afuera, entre dos chañares cubiertos de flores amarillas.
En los brazos transportó a su hija y allí la depositó con cuidado. La madre, que seguía ansiosa las reacciones de la pequeña Panambí creyó descubrir en su rostro una imperceptible expresión de alegría al contacto del aire y del sol, que acariciaron su carita delgada.
También el padre notó el cambio en el semblante de su hija y sintió que, tal como lo predijera el hechicero, la salvación de la niña sería Cuarajhí.
En ese momento un rayo de sol, filtrándose por entre las ramas florecidas, llegó hasta el pobre rostro de Panambí para trasmitirle su calor y su energía.
Desde ese instante la felicidad volvió a la oga guasu del cacique. La niña recuperó su lozanía y contrariamente a lo que hiciera hasta entonces, vivió en plena naturaleza, gozando del aire y del sol que la tonificaron y le devolvieron las fuerzas y la salud perdida.
Tal como lo hacía cuando era pequeña, sus ojos buscaban afanosos el disco brillante del sol al que miraba sin pestañear, demostrando una disposición especial para resistir su potencia y su brillo enceguecedor.
Clavaba en él la vista con adoración, y en un tono dulce y arrobado, susurraba:
—Cuarajhí...
Poco hablaba con quienes la rodeaban limitándose casi a responder a las preguntas que le formulaban y sin demostrar mayor interés por nada que no se refiriera al sol.
Al atardecer, cuando el astro se escondía en el ocaso, Panambí volvía a la cabaña de la que no salía hasta el día siguiente cuando los primeros rayos retornaban para iluminar la tierra.
Durante los días nublados, nadie conseguía que la niña abandonara la oga guasú de sus padres.
Corrió el tiempo. La dulce niña se ha transformado en una doncella hermosa y atractiva a la que pretenden como esposa los más valientes guerreros de Guazú-tí y de otras tribus vecinas.
El cacique y su tembirecá temen ver llegar el día en que la cuñataí se decida a aceptar por esposo a alguno de los pretendientes y deba abandonar la oga guasú de sus padres.
Panambí, en cambio, parece no pensar en ellos, pues no demuestra interés por ninguno de los jóvenes que desean hacerla su esposa. Como siempre, los momentos más felices son, para ella, los que le permiten gozar de la tibia caricia de los rayos que le envía Cuarajhí.
Un día en que el sol, brillante y espléndido, dora la tierra, llega a la cabaña del cacique en busca de Panambí, Yasí-ratá, una jovencita de su misma edad con la que ha sido muy amiga desde pequeña.
Viene la niña a invitarla para hacer un paseo al bosque cercano donde recogerán apetitosos frutos.
Para llegar a él, deben cruzar el río, pues los árboles más hermosos, crecen en la otra ribera, un poco más al sur que las tierras del cacique Guazú-tí.
Acepta Panambí complacida, y las dos, con los cestos de fibras de palma enlazados en sus brazos, se dirigen a la orilla donde está amarrada la canoa que han de utilizar para cruzar el Paraná.
El sol brilla esplendoroso, reflejándose en las aguas del río que refulgen como espejo.
Panambí, realmente feliz, levanta su cara al cielo y clavando sus ojos en el disco incandescente, recibe, con expresión complacida, la caricia de sus rayos.
Suave se desliza la canoa sobre las aguas tranquilas, impulsada por los seguros golpes de pala que maneja con habilidad Yasí-ratá.
Algo alejados de la costa, pasan los camalotes florecidos llevados por la corriente. Las altas riberas, bordeadas de ceibos cargados de flores rojas y de sauces cuyas ramas flexibles cubiertas de hojas angostas se inclinan sobre el río formando cascadas de verdor, se espejan en las aguas tranquilas.
En el interior, los árboles se multiplican en tupidos bosques cuyas copas unidas entre sí por lianas florecidas, por hispíos y helechos, constituyen el jardín natural y maravilloso de las riberas de nuestro gran río en esa región.
Cuando llegan al lugar propicio para bajar, las dos amigas acercan la canoa a la costa, desembarcando con pericia y habilidad.
Con cordeles hechos con fibras de hojas de caraguatá, la amarran a uno de los árboles que crecen en la ribera.
Contentas, gozando de un día tan hermoso, llevando enlazados en sus brazos los cestos de fibras de palmera, se internan en el bosque por caminos cubiertos de enredaderas en flor, de lianas trepadoras que se enroscan en los troncos fuertes y en las ramas, cayendo luego en guirnaldas florecidas o formando glorietas naturales que las flores engalanan con el variado colorido de sus pétalos.
El sol, abriéndose camino entre el follaje, consigue, aquí y allá, poner una mancha de luz en la umbría, alcanzando al mburucuyá y al taco de reina cuyas flores agradecidas le devuelven en colorido maravilloso el calor de sus rayos fecundos.
Junto a ellas, el guaviyú de flores blancas y el isipó de hermosas flores purpúreas, embalsaman, con sus perfumes delicados y persistentes, el aire agitado por suave brisa.
Panambí, al igual que las flores, busca la caricia del sol, y al conseguirla su rostro resplandece de felicidad.
Llegan, momentos después, al lugar donde el ñangapirí, el chañar y el arasá les ofrecen sus frutos sabrosos que ellas recogen con placer, depositándolos en los cestos.
Cuando terminan de llenarlos, resuelven volver. Panambí desea llegar cuanto antes a un lugar abierto donde los rayos del sol no encuentren obstáculos que intercepten su llegada a la tierra y pueda ella recibirlos sin dificultad.
Por eso se siente feliz cuando, sentadas en la canoa, vuelven a surcar las aguas del río.
Hace unos instantes que navegan, cuando Yasí-ratá, atenta a los ruidos y a los acontecimientos, nota que una embarcación dirigida por dos apuestos muchachos, se acerca a ellas, como queriendo darles alcance.
Panambí, por completo dedicada a mirar al sol, nada ha notado, ni se interesa siquiera cuando su amiga le dice:
—Mira, Panambí... esa canoa se acerca. ¿Conoces a los que vienen en ella?
La aludida, que continúa ensimismada, no la oye. Yasí-ratá se ve obligada a repetir:
—Panambí... ¡escúchame! ¿Conoces a los que se acercan en esa canoa?
Como de un sueño sale la cuñataí. Mira al descuido, y sin mayor atención responde:
—No... no los conozco.
De inmediato vuelve a sumirse en la contemplación de Cuarajhí, único "ser" capaz de despertar y mantener su interés.
Instantes después, la otra canoa, dirigida por brazos jóvenes y vigorosos, se les pone a la par y uno de los mozos, deslumbrado por la belleza de Panambí, cuyas trenzas negras como el Jacaranda caen sobre sus hombros y cuya expresión de arrobamiento impresiona al joven guerrero, dirigiéndose a ella le pregunta:
—¿Quién es el cacique dichoso que gobierna una tribu de mujeres tan hermosas?
Panambí ni le ha oído siquiera, tan ensimismada sigue en la contemplación del sol. Por eso Yasí-ratá se ve obligada a responder:
—Somos de la tribu del cacique Guazú-tí.
—¿Quién es tu compañera? — pregunta a Yasí-ratá el joven, notando el desinterés de la hermosa cuñataí.
-Panambí es la hija del cacique que gobierna mi tribu
-¿Panambí es su nombre?
Inquiere el muchacho
-Así se llama...
Llegadas frente al lugar donde se levanta la toldería a la que pertenecen, las dos amigas tuercen su canoa en esa dirección, desembarcando instantes después en la orilla cubierta de sauces y de zuiñandíes.
Los dos muchachos han seguido en su igá, no sin antes dirigir una mirada de reconocimiento al lugar donde llegaron las dos cuñataís.
Yasí-ratá, parlanchina y comunicativa, cuenta en la tribu el encuentro tenido en medio del río, y todos, especialmente las otras doncellas, sienten gran interés y curiosidad por conocer quiénes han sido los desconocidos admiradores de sus amigas.
Varios días después Guazú-tí se ve sorprendido por la llegada de dos emisarios del cacique Corocho, acérrimo enemigo de su pueblo.
Su sorpresa es mayor cuando se entera de que los guerreros llegan como amigos, haciéndole entrega de valiosos regalos, consistentes en una coraza de cuero de pécari, pieles de jaguar y de venado, y para la dulce Panambí, ofrecen una chumbé de color púrpura, de la que pende una falda de blancas plumas de garza.
Este presente lo envía Pirayú, el hijo del cacique Corocho, quien, deslumbrado por la belleza de Panambí, a la que conoció días antes al encontrarse sus canoas en medio del río, desea hacerla su esposa.
El padre, al suponer que si su hija acepta deberá abandonar la tribu para seguir al esposo a sus lejanos dominios, va a responder con una negativa, cuando pensando que ésa puede ser la felicidad de la doncella, despojándose de todo egoísmo, decide que sea la niña quien responda a la demanda.
La felicidad de su hija es más importante para él que su propia ventura.
Llama a Panambí, y en presencia de los emisarios de Corocho le hace conocer los deseos de Pirayú.
Al ver que la doncella nada responde, agrega para instarla a contestar.
—Panambí... los emisarios de Corocho esperan tu decisión. ¿Deseas ser la esposa de Pirayú? ¿Qué contestas, che tayira?
—Yo no deseo casarme y menos con un enemigo de nuestro pueblo. Respóndele que no acepto, padre.
Volvieron los emisarios con tan ingrata respuesta a los dominios de Corocho.
La ira dominó a Pirayú al conocerla, y enceguecido por el despecho y la imposibilidad de realizar sus deseos, dejándose llevar por su carácter dominante y belicoso, convenció a su padre para que declarara la guerra a sus odiados enemigos.
Una noche, cuando en la aldea indígena todos descansaban en sus toldos, llegaron a la orilla innumerables canoas repletas de guerreros que desembarcaron con presteza y cautela. Tenían el propósito de apoderarse de la bella Panambí, y en caso de ser descubiertos sin haberlo conseguido, presentar una lucha franca y decisiva que les permitiera lograr, para su jefe, la hermosa doncella de la que estaba enamorado.
El oído aguzado de los guerreros de Guazú-tí, siempre alertas a las sorpresas desagradables, descubrió a los intrusos en momentos en que por la playa se acercaban a la toldería.
Pronto cundió la noticia por la aldea indígena, entablándose un combate cruento y feroz entre los enemigos implacables.
La lucha, cada vez más cruel y despiadada, tenía como único objetivo
apoderarse de Panambí.
Conocedor de esta finalidad y con la idea de salvar a su pueblo de enemigos tan crueles, Tatá, uno de los guerreros de guazú-tí busca a la hija del cacique proponiéndole que huya y ofreciéndose él mismo para ayudarla en la empresa.
Convencida la doncella de la razón que asiste al guerrero, y considerando que su desaparición proporcionará la tranquilidad a su pueblo, se resuelve a seguir a Tatá, pero antes desea despedirse de sus padres por lo que siente inmenso cariño.
Cuando llega a la oga guasú cree morir de desesperación, pues en su lecho de palmas yace su padre, herido de muerte por una flecha enemiga que le ha atravesado el corazón. A su lado , caranda-í y la hechicera, con infusiones, tisanas y pomadas, tratan de conjurar los efectos funesto de las armas enemigas.
El cacique, valiente, se había batido con arrojo en una lucha cruel que terminó con su vida. En un ultimo suspiro, cuando las palabras se negaban a brotar de sus labios, pudo con gran esfuerzo dedicar su postrer aliento a su hija tan querida, balbuceando apenas:
-Panambí....
Se abrazó ella al cuerpo exánime de su padre y en ese momento se hizo el firme propósito de huir, siguiendo los consejos de Tatá, para salvar por lo menos lo poco que quedaba de lo que fuera la tribu del valiente Guazú-tí.
Corrió desesperada tratando de borrar de su mente el triste y doloroso espectáculo al que acababa de asistir y que la sumía en la más cruel desesperación.
Cruzó montes tupidos, atravesó grandes llanuras, corrió... corrió sin cesar, impulsada por una fuerza desconocida que le multiplicaba sus energías. No sentía cansancio, ni hambre, ni sed... Sólo deseaba alejarse... alejarse más y más... a un lugar donde se viera libre del asedio de su enemigo y en el cual hallara la paz para su espíritu.
Ignoraba la pobre Panambí que, enterado Pirayú de su huida por uno de sus guerreros, la siguió muy de cerca durante la larga distancia recorrida, con el propósito, cada vez más firme, de hacerla su esposa, tal como se lo propusiera al conocerla.
La noche tocaba a su fin. Por oriente un resplandor de oro anunció el amanecer. Las estrellas se fueron borrando una a una y las nubes comenzaron a teñirse de lila y de rosado. El sol se abrió paso entre ellas pintando sus bordes con filetes dorados.
El trino de los pájaros, en armonioso concierto, despertó al bosque, y el sol llegó a la tierra con sus dardos de oro.
En ese instante Pirayú estuvo muy cerca de Panambí. Ella, dándose cuenta recién del peligro que corría, quedó, perdido todo movimiento, como clavada en el lugar donde se hallaba, el cuerpo tenso, los brazos caídos y una expresión de horror en su rostro hermoso.
Sintiendo la caricia del sol sobre sus miembros desnudos, levantó Panambí los ojos al cielo, y en muda y desesperada plegaria pidió su ayuda al astro que jamás la había abandonado.
Pirayú, tocado por el espectáculo que tenía ante su vista, no pudo dar paso más. Panambí levantó sus brazos, mientras sus ojos, fijos en el sol, repetían el anhelante pedido de su alma:
—¡Socorro...!
Varios haces de luz deslumbrante envolvieron a la niña. Cuando la luz desapareció, con ella había desaparecido la dulce Panambí.
En su lugar quedó, en cambio, una planta de grandes y anchas hojas verdes y fuerte tallo, en cuyo extremo lucía una flor que semejaba un rostro vuelto hacia el sol y que debía seguirlo en su paso por el firmamento como si no le fuera posible sustraerse a su constante atracción.
Así nació el girasol que, a pesar del tiempo transcurrido, continúa adorando al astro, al que sigue siempre fiel, en su paso por la tierra.