Leyendas y Mitos

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sábado, enero 27, 2007

Un etarra alerta de un posible atentado en centro comercial antes de Navidad

REPRODUCIMOS EL MENSAJE RECIBIDO QUE ALERTA DE LA POSIBILIDAD DE UN ATENTADO EN UN CENTRO COMERCIAL DE MADRID, SEGÚN DIJO EL PROPIO TERRORISTA A UNA MUJER COMO MUESTRA DE AGRADECIMIENTO

"Lo que os voy a contar no es una broma.
La semana pasada, una amiga de mi madre estaba en la cola del CARREFOUR de Las Matas. Al chico que estaba pagando delante la faltaban 50 céntimos y pidió que alguien se lo dejara. Esta señora se los dio, y él se lo agradeció.

Luego pagó ella. Salió y fue al coche a dejar las bolsas.Entonces vio acercarse al chico de la caja. Ella pensó que iba a pedirle más dinero. Sin embargo, cuando llegó a su altura, lo único que hizo fue darle las gracias sin parar, diciendo que pocas personas hacer una cosa así, bla, bla, bla...

Se marchó, pero se detuvo y volvió hacia la señora. Le dijo: - Señora, en señal de mi agradecimiento, sólo le comento, por su seguridad, que no debe acercarse a grandes superficies de aquí a finales de diciembre. A continuación desapareció.

Ella, extrañada, se fue a hablar con un amigo suyo que trabaja en la Dirección General de Seguridad. Le dijo que por qué no se pasaba un día por la comisaría a ver si lo reconocía en alguna lista. Fue y le mostraron mil albunes de gente fichada. LA SEÑORA, EN CINCO FOTOS DIFERENTES, RECONOCIÓ, SIN LA MENOR DUDA, AL CHICO DE LA CAJA COMO UNO DE LOS INTEGRANTES DEL COMANDO MADRID DE ETA.

INSISTO, ESTO NO ES NINGUNA BROMA: ETA PLANEA PONER UNA BOMBA EN UNA GRAN SUPERFICIE DE MADRID ANTES DE NAVIDAD. OS ESCRIBO ESTO COMO ADVERTENCIA (no es ninguna campaña contra los grandes almacenes). CREO QUE DEBÉIS PASAR ESTO A CUANTA MÁS GENTE DE MADRID MEJOR. A lo mejor, incluso de esta manera podríamos ayudar a localizar al etarra."
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jueves, enero 25, 2007

El Tesoro del Pirata

Una noche del mes de Abril del año de gracia de 1592, desembarcó en las playas de Campeche un grupo de personajes misteriosos. La maniobra ocurría en la zona de los manglares, que ahora se hallan a un paso de la ciudad, pero que, en aquel entonces, estaban a considerable distancia del pequeño puerto y se perdían en la espesura tropical característica de la región.

La del desembarco era tierra de nadie, y la selva que allí crecía propicia para disimular diligencias de forajidos. De más está anotar que el silencio reinaba en el lugar y que, a excepción de las figuras que se agitaban en la playa, ningún otro ser humano podía localizarse a esas horas en las cercanías, ya que aquellos andurriales permanecían desiertos incluso de día. El grupo llegado del mar en la negrura de la noche lo componían cuatro sujetos; y, quien hubiera sido testigo de lo que acontecía, habría observado que dos de los personajes, por su atuendo y sus gestos, no eran sino filibusteros, y los dos restantes, prisioneros que los bandidos habían adquirido en alguno de sus abordajes oceánicos.

Habiendo amarrado el bote en que desembarcaron, los cautivos, en acatamiento a las órdenes de los piratas que, sable en mano, dictaban peretorias disciplinas, pusiéronse en marcha hacia el interior cargando sobre sus hombros dos enormes cofres que, a juzgar por el lento paso de los porteadores, habían sido llenados a toda su capacidad de peso de varias decenas de kilos. La caravana se internó en la jungla y a poco arribó a las faldas del cerro en donde posteriormente fue construído el castillo de San José el Alto, subió por una vereda y desviándose en la cima se dirigió a un emplazamiento en que, traspuesto en seto de arbustos, apareció la boca de una caverna. Los piratas, que, por la seguridad con que se movían en medio de la obscuridad en esos parajes, indudablemente estaban familiarizados con la geografía del sector, mandaron a los cargadores penetrar en la gruta; y, caminando durante varios minutos por los pasillos de la misma y alcanzando un punto alejado de la entrada, ordenaron detener la marcha y depositar la carga en tierra.

El lector habrá comprendido ya que los cofres contenían oro y joyas en gruesas cantidades, producto de las depredaciones de los asaltantes, y que, siguiendo una tradición practicada en la hermandad, los ladrones del cuento habían llevado al sitio mencionado su botín para enterrarlo allí y agregarlo al caudal que periódicamente habían ido depositando en el refugio. Con los picos y palas que transportaron, los prisioneros, cumpliendo las indicaciones de sus captores, se dedicaron a cavar apresuradamente en el piso; y al cabo de una hora habían abierto ya una oquedad suficientemente amplia para recibir el precioso cargamento.

Mientras los cavadores transpiraban copiosamente después de terminada su ruda tarea, el que se conducía como jefe, examinando la hondonada abierta, exclamó satisfecho: -Habéis hecho un buen trabajo por lo cual os felicito. Estoy contento de vosotros y, para demostraros mi reconocimiento, os permitiré que descanséis para ahuyentar todas las fatigas que os hemos obligado a pasar.

Y, esto diciendo, lanzó una sonora carcajada que retumbó diabólicamente en la cueva. Los desgraciados presos se dieron cuenta de la sorna con que hablaba el desalmado solamente cuando vieron que se apoderaba de las pistolas que llevaba en bandolera sobre el pecho, y un rayo de luz iluminó sus embotadas conciencias: ¡estaban condenados a muerte!

Luego de asesinar a sangre fría a sus víctimas, los truhanes arrojaron los cadáveres al foso preparado para el tesoro, bajaron los cofres colocándolos sobre los cuerpos sin vida y procedieron a ocultar los vestigios de su fechoría rellenando adecuadamente, con la tierra extraída, el marco de los acontecimientos.

Regularmente, en el transcurso de tres años, se repitieron escenas semejantes a la descrita; de manera que la caverna de la historia se almacenaba ya, en el subsuelo, una fortuna respetable, de cuya existencia únicamente los dos piratas del presente relato poseían el secreto. Y en el año de 1595, hacía el mes de Diciembre, encontramos nuevamente a los dos pillos, en el camarote del jefe, poco después de haber obtenido un cuantioso botín arrebatado a una nao mercante que, pertrechaba con una fuerte dotación de oro en barras, se dirigía de Veracruz a España y ahora yacía en el fondo del Golfo.

Decía el cabecilla: -óye bien, dinamarqués: Como tú me has sido fiel en las buenas y en las malas, aunque sea yo un villano tengo también corazón, y quiero confiarte que éste será nuestro último viaje a Campeche. Has de saber que mañana, después de desembarcar y ejecutar lo acostumbrado, no volveremos a la nave. Proyecto establecerme en ese puerto como un honrado burgués, por lo cual tengo con qué. Y, por supuesto, tu, que has sido mi compañero leal, compartirás mi hacienda, pues no soy ingrato, para que te instales donde te plazca.

A lo que el dinamarqués respondió: -De acuerdo, capitán, y no puedo menos que agradeceros vuestra generosidad y alabar vuestra decisión. Estoy presto a obedeceros como siempre. Pero ¿no creéis que la tripulación entrará en sospechas cuando no nos vea regresar?
-¡Ca! ¡Descuida! Nuestros amigos tienen cuenta con la justicia, igual que nosotros, aunque hasta hoy no hayamos sido identificados; y si no nos ven volver, pensarán que las autoridades nos descubrieron; y, para evitarse dificultades, zarparán olvidándose de nosotros.

El danés conociendo la mentalidad bucanera, entendió que su jefe decía la verdad, y respondió: -Tenéis razón, capitán. Nuestros hombres no querrán sacrificarse por vos, pues por algo son piratas, a pesar de que siempre habéis tratado equitativamente en todo. Y no dudo que, convencidos de que caímos en manos del verdugo, no desaprovecharán la oportunidad para adueñarse de vuestro velero creyendo que son muy listos.
-¡Adelante, pues! –dijo el jefe-. ¡Y no se hable más del asunto.

Al día siguiente, los bandidos desembarcaron en el sitio habitual y ordenaron a sus prisioneros marchar al escondite del tesoro. Ya en la gruta, abierta la cavidad para depositar el botín, el capitán sacó las pistolas para despachar a los infortunados porteadores; pero, al pretender disparar, las armas no funcionaron. Reaccionando, los prisioneros, quisieron escapar, pero fueron bloqueados en su intento de fuga por el danés que, de certeros mandobles, envió a los indefensos al otro
mundo.
-¡Bien hecho, dinamarqués! –gritó el capitán-. Y ahora procedamos a sepultar a éstos y repartirnos el tesoro para avecindarnos en Campeche.
-¡Un momento, capitán! ¡Vos no iréis a ninguna parte! –dijo el danés-. ¡Tiempo ha que esperaba una ocasión como ésta, y ahora que se presenta no voy a desperdiciarla!.
-¿Qué quieres decir, insensato?-, rugió el jefe.
-Quiere decir, capitán –repuso resueltamente el danés-, que si creéis en Dios o en el diablo rezad vuestras oraciones a cualquiera que os convenga, pues ya sois hombre muerto.

Y vació sus pistolas sobre el sorprendido filibustero, que rodó exánime a los pies del facineroso.

Varios años después, un personaje de rostro curtido por el sol, que había llegado al puerto en calidad de gran señor, contrajo matrimonio con una hermosa y aristocrática dama. Y, aunque por lo bajo se comentaba que el personaje tenía modales de rústico, que salpicaba su conversación con juramentos de mozo de cubierta y que, además de insolente, acusaba feroz aspecto, su riqueza garantizaba su elevada alcurnia. Y los desposados fueron el tronco de una de las más linajudas y renombradas familias que hubo en Campeche durante el período colonial.
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martes, enero 23, 2007

El mito de Tetis

Tetis es una de las Nereidas. Su padre es Nereo, el Viejo del Mar y su madre es Dóride. Además, se le conoce por ser la madre de Aquiles.

Es una divinidad marítima e inmortal. Según otra versión es hija del centauro Quirón, pero esto no es lo más difundido.

La crió la diosa Hera (esposa de Zeus, dios de dioses) con la que guarda un verdadero vínculo y por lo general se ayudan en las malas, y se acompañan en las buenas.

Por ejemplo, una vez en que Zeus arrojó a Hefesto (dios del fuego, llamado también Divino Cojo) de la cumbre del Olimpo, debido a que éste quiso intervenir en una discusión de la pareja en favor de Hera, Tetis recoge al pobre dios. También es por orden de Hera que Tetis se hace cargo de la nave Argo donde viajan los Argonautas.

Se dice incluso que en una ocasión en que Zeus intentó conquistarla, la diosa se negó y lo rechazó para no molestar a Hera.

Sobre esto, hay otras teorías que dicen más bien que tanto Zeus como Poseidón (dios del océano) querían enamorar a la nereida, pero que por un oráculo se enteraron que el niño que ella tuviera sería más poderoso que su padre. Por eso para evitar derrocamientos y luchas de poder, prefirieron abstenerse y permitir que un mortal la amara.

Quirón se enteró de esto, y aconsejó a Peleo (su mortal protegido) que no desaprovechara la ocasión de emparentarse con una divinidad. Aunque la diosa se resistió, al final Peleo logró que ella accediera al amor.

Una vez casados, Tetis dio a luz a Aquiles (el héroe de la Ilíada). Tetis intentó por todos los medios otorgarle la inmortalidad a su hijo, procedimientos que resultaban peligrosos. Se cuenta que introdujo a Aquiles en fuego, pero que Peleo logró llegar a tiempo y así sucesivamente hasta que un día, decidió introducirlo en laguas de la laguna Estigia, en el Hades. Para ello lo tomó del talón, pero no pudo terminar porque Peleo llegó y de nuevo la detuvo. Así, el talón de Aquiles quedó vulnerable.

Debido a estos intentos de otrogarle la inmortalidad a Aquiles, Peleo decide disolver el matrimonio con Tetis, pues el no comprende y cree que Tetis desea hacerle daño al niño. No obstante, Tetis se mantuvo siempre pendiente de Aquiles.

Siempre lo protegió, y para la guerra de troya, ella intentó que él no fuera pues sabía que allí encontraría su final. Primero lo esconde entre las mujeres durante el reclutamiento de los soldados. Después, ya en la costa no lo deja desembarcar primero porque quien lo hiciera estaba destinado a morir. Le dio armas especiales, y después del amuerte de Patroclo (el amigo de Aquiles), Tetis le pide a Hefestos que fabrique unas armas para el joven héroe. Siempre loconsoló en momentos difíciles y trató de evitar que matara a Héctor, pues sabía que esa sería su propiacondena de muerte.

Una vez muerto Aquiles, Tetis se encargó de su nieto Neoptólemo.
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lunes, enero 22, 2007

El Mole Poblano

Cuenta la leyenda, que en una ocasión Juan de Palafox, Virrey de la Nueva España y Arzobispo de Puebla, visitó su diócesis, un convento poblano le ofreció un banquete, para el cual los cocineros de la comunidad religiosa se esmeraron especialmente.

El cocinero principal era fray Pascual, que ese día corría por toda la cocina dando órdenes ante la inminencia de la importante visita. Se dice que fray Pascual estaba particularmente nervioso, y que comenzó a reprender a sus ayudantes, en vista del desorden que imperaba en la cocina.

El mismo fray Pascual comenzó a amontonar en una charola todos los ingredientes para guardarlos en la despensa, y era tal su prisa, que fue a tropezar exactamente frente a la cazuela, donde unos suculentos guajolotes estaban ya casi en su punto.

Allí fueron a parar los chiles, trozos de chocolate y las más variadas especias, echando a perder la comida que debía ofrecerse al Virrey.

Fue tanta la angustia de fray Pascual, que éste comenzó a orar con toda su fe, justamente cuando le avisaban que los comensales estaban sentados a la mesa.

Un rato más tarde, él mismo no pudo creer cuando todo el mundo elogió el accidentado platillo.

Incluso hoy, en los pequeños pueblos, las amas de casa apuradas invocan la ayuda del fraile con el siguiente verso: "San Pascual Bailón, atiza mi fogón".

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sábado, enero 20, 2007

La Leyenda del Murciélago

Cuenta la leyenda que el murciélago una vez fue el ave más bella de la Creación.

El murciélago al principio era tal y como lo conocemos hoy y se llamaba biguidibela (biguidi = mariposa y bela = carne; el nombre venía a significar algo así como mariposa desnuda).

Un día frío subió al cielo y le pidió plumas al creador, como había visto en otros animales que volaban. Pero el creador no tenía plumas, así que le recomendó bajar de nuevo a la tierra y pedir una pluma a cada ave. Y así lo hizo el murciélago, eso sí, recurriendo solamente a las aves con plumas más vistosas y de más colores.

Cuando acabó su recorrido, el murciélago se había hecho con un gran número de plumas que envolvían su cuerpo.

Consciente de su belleza, volaba y volaba mostrándola orgulloso a todos los pájaros, que paraban su vuelo para admirarle. Agitaba sus alas ahora emplumadas, aleteando feliz y con cierto aire de prepotencia. Una vez, como un eco de su vuelo, creó el arco iris. Era todo belleza.

Pero era tanto su orgullo que la soberbia lo transformó en un ser cada vez más ofensivo para con las aves.

Con su continuo pavoneo, hacía sentirse chiquitos a cuantos estaban a su lado, sin importar las cualidades que ellos tuvieran. Hasta al colibrí le reprochaba no llegar a ser dueño de una décima parte de su belleza.

Cuando el Creador vio que el murciélago no se contentaba con disfrutar de sus nuevas plumas, sino que las usaba para humillar a los demás, le pidió que subiera al cielo, donde también se pavoneó y aleteó feliz. Aleteó y aleteó mientras sus plumas se desprendían una a una, descubriéndose de nuevo desnudo como al principio.

Durante todo el día llovieron plumas del cielo, y desde entonces nuestro murciélago ha permanecido desnudo, retirándose a vivir en cuevas y olvidando su sentido de la vista para no tener que recordar todos los colores que una vez tuvo y perdió.

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viernes, enero 19, 2007

La casa del trueno

Cuentan los viejos que entre Totomoxtle y Coatzintlali existía una caverna en cuyo interior los antiguos sacerdotes habían levantado un templo dedicado al Dios del Trueno, de la lluvia y de las aguas de los ríos. Eran tiempos lejanos en los que aún no llegaban los hispanos ni las portentosas razas, conocidas hoy como Totonacas, que poblaron el lugar que después llamaron Totonacan.

Y siete sacerdotes se reunían cada tiempo en que era menester cultivar la tierra y sembrar las semillas y cosechar los frutos, siete veces invocaban a las deidades de esos tiempos y gritaban entonaban cánticos a los cuatro vientos o sea hacia los cuatro puntos cardinales, porque según las cuentas esotéricas de esos sacerdotes, cuatro por siete eran 28 y veintiocho días componen el ciclo lunar.

Esos viejos sacerdotes hacían sonar el gran tambor del trueno y arrastraban cueros secos de los animales por todo el ámbito de la caverna y lanzaban flechas encendidas al cielo. Y poco después atronaban el espacio furiosos truenos y los relámpagos cegaban a los animales de la selva y a las especies acuáticas que moraban en los ríos.

Llovía a torrentes y la tempestad rugía sobre la cueva durante muchos días y muchas noches y había veces en que los ríos Huitizilac y el de las mariposas, Papaloapan, se desbordaban cubriendo de agua y limo las riberas y causando inmensos desastres. Y cuanto más arrastraban los cueros mayor era el ruido que producían los torrentes y cuanto más se golpeaba el gran tambor ceremonial, mayor era el ruido de los truenos cuanto más
relámpagos significaba mayor número de flechas incendiarias.

Pasaron los siglos...

Y un día arribaron al lugar grupos de gentes ataviadas de un modo singular, trayendo consigo otras costumbres, y otras leyes y otras religiones.

Se decían venidos de otras tierras allende el gran mar de turquesas (Golfo de México) y tanto hombres, como mujeres y niños, tenían la característica de estar siempre sonriendo como si fueran los seres más felices de la tierra y tal vez esa alegría se debía a que después de haber sufrido mil penurias en las aguas borrascosas de un mar en convulsión habían por fin llegado a las costas tropicales, donde había de todo, así frutos como animales de caza, agua y clima hermoso.

Se asentaron en ese lugar al que dieron por nombre, en su lengua Totonacan y ellos mismos se dijeron totonacas.

Pero los sacerdotes, los siete sacerdotes de la caverna del trueno no estuvieron conformes con aquella invasión de los extranjeros que traían consigo una gran cultura y se fueron a la cueva a producir truenos, relámpagos, rayos y lluvias y torrenciales aguaceros con el fin de amendrentarlos.

Llovió mucho y durante varios días y sus noches, hasta que alguien se dio cuenta de que esas tempestades las provocaban los siete hechiceros, los siete sacerdotes de la caverna de los truenos.

No siendo amigos de la violencia, los totonacas los embarcaron en un pequeño bajel y dotándoles de provisiones y agua los lanzaron al mar de las turquesas en donde se perdieron para siempre.

Pero ahora era preciso dominar a esos dioses del trueno y de las lluvias para evitar el desastre del pueblo totonaca recién asentado y para el efecto se reunieron los sabios y los sacerdotes y gentes principales y decidieron que nada podría hacerse contra esas fuerzas que hoy llamamos sencillamente naturales y que sería mejor rendirles culto y pleitesía, adorar a esos dioses y rogarles fueran magnánimos con ese pueblo que acababa de escapar de un monstruoso desastre.

Y en ese mismo lugar en donde había el templo y la caverna y se ejercía el culto al Dios del trueno, los totonacas u hombres sonrientes levantaron el asombroso templo del Tajín, que en su propia lengua quiere decir lugar de las tempestades. Y no sólo se rindió culto al Dios del Trueno sino que se le imploró durante 365 días, como número de nichos tiene este monumento invocando el buen tiempo en cierta época del año y la lluvia, cuando es menester fertilizar las sementeras.

Hoy se levanta este maravilloso templo conocido en todo el mundo como pirámide o templo de El Tajín en donde curiosamente parecen generarse las tempestades y los truenos y las lluvias torrenciales.

Así nació la pirámide de El Tajín, levantada con veneración y respeto al Dios del Trueno, adorado por aquellas gentes que vivieron mucho antes de la llegada de los extranjeros, cuando el mundo parecía comenzar a existir.

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lunes, enero 15, 2007

LOS ALUXE

Nos encontrábamos en el campo yermo donde iba a hacerse una siembra. Era un terreno que abarcaba unos montículos de ruinas tal vez ignoradas. Caía la noche y con ella el canto de la soledad. Nos guarecimos en una cueva de piedra, y para bajar utilizamos una soga y un palo grueso que estaba hincado en el piso de la cueva.

La comida que llevamos nos la repartimos. ¿Qué hacía allá?, puede pensar el lector. Trataba de cerciorarme de lo que veían miles de ojos hechizados por la fantasía. Trataba de ver a esos seres fantásticos que según la leyenda habitaban en los cuyo (montículos de ruinas) y sementeras: Los ALUXES.

Me acompañaba un ancianito agricultor de apellido May. La noche avanzaba...De pronto May tomó la Palabra y me dijo:

-Puede que logre esta milpa que voy a sembrar.

-¿Por qué no ha de lograrla?, pregunté.

-Porque estos terrenos son de los aluxes. Siempre se les ve por aquí.

¿Está seguro que esta noche vendrán?

Seguro, me respondió.

-¡Cuántos deseos tengo de ver a esos seres maravillosos que tanta influencia ejercen sobre ustedes! Y dígame, señor may ¿usted les ha visto?

-Explíqueme, cómo son, qué hacen.

El ancianito, asumiendo un aire de importancia, me dijo:

-Por las noches, cuanto todos duermen, ellos dejan sus escondites y recorren los campos; son seres de estatura baja, niños, pequeños, pequeñitos, que suben, bajan, tiran piedras, hacen maldades, se roban el fuego y molestan con sus pisadas y juegos. Cuando el humano despierta y trata de salir, ellos se alejan, unas veces por pares, otras en tropel. Pero cuando el fuego es vivo y chispea, ellos le forman rueda y bailan en su derredor; un pequeño ruido les hace huir y esconderse, para salir luego y alborotar más. No son seres malos. Si se les trata bien, corresponden.

-¿Qué beneficio hacen?

-Alejan los malos vientos y persiguen las plagas. Si se les trata mal, tratan mal, y la milpa no da nada, pues por las noche roban la semilla que se esparce de día, o bailan sobre las matitas que comienzan a salir. Nosotros les queremos bien y le regalamos con comida y cigarrillos. Pero hagamos silencio para ver si usted logra verlos.

El anciano salió, asiéndose a la soga, y yo tras él, entonces vi que avivaba el fuego y colocaba una jicarita de miel, pozole cigarrillos, etc., y volvió a la cueva. Yo me acurruqué en el fondo cómodamente. La noche era espléndida, noche plenilunar.

Transcurridas unas horas, cuando empezaba a llegarme el sueño, oí un ruido que me sobresaltó. Era el rumor de unos pasitos sobre la tierra de la cueva: Luego, ruido de pedradas, carreras, saltos, que en el silencio de la noche se hacían más claros.

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La Virgen del Valle

La imagen de la Virgen del Valle es venerada en todas las provincias andinas.

El día de su festividad acuden al santuario del Valle millares de creyentes, muchos de los cuales han tenido que realizar un largo viaje para llegar allí.

La tradición ha conservado el recuerdo de sus numerosos milagros, entre los cuales figura el muy conocido de "la cadena".

La santa imagen fue sacada de la Gruta de Choja (Catamarca), por el español Manuel Salazar, en el año 1618. Nadie sabe quién la llevó hasta ese punto y la escondió en la gruta de piedra, rodeada de peñascos, donde fue hallada por los indios, a principio del siglo XVII.

Estos la festejaban a escondidas, con danzas y fogones, creyendo que Dios mismo la había colocado allí.

Un indio, sirviente de Salazar, reveló a su amo el secreto de la Virgen, y Salazar, atento a las informaciones recibidas, encontró la imagen y la sacó de su nicho de piedra, a pesar de la oposición de los indios.

El español la llevó primero a Collagasta y luego a su residencia del Valle Viejo; pero durante aquella noche desapareció la imagen, y fue encontrada al siguiente día en el interior de la gruta. Salazar la llevó nuevamente a su casa, de donde desapareció por segunda vez. Los vecinos interpretaron estas ausencias de la Santa como una manifestación de su divina voluntad: la Virgen abandonaba la vivienda particular, porque no quería ser "patrona de pocos", sino de muchos y de todos. Entonces, convencidos de este deseo, los vecinos edificaron una capilla, y allí colocaron la imagen milagrosa.

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domingo, enero 07, 2007

La Atlántida

La leyenda de la Atlántida es Universal y todos los pueblos del mundo aceptan como hecho, la existencia hace milenios y milenios, de este maravilloso continente cuya cultura dejó escrita en vagos relatos Homero y los grandes escritores e historiadores de la antigüedad.

El Océano Atlántico se conecta con la Atlántida, porque se dice y asegura que allí existió este enoerme continente hundido para siempre; Atl, que significa agua en lengua náhuatl, también se identifica con ese nombre fabuloso Atl-Atlántida y se cree que de allí vino su voz.

Sin embargo, nadie hasta ahora ha podido ubicar con certeza el lugar del mar o de la tierra en donde estuvo La Atlántida, que aseguran fue un país de maravillas, de gran cultura y adelantos científicos.

Se dice que la raza atlante desapareció para siempre tragada en forma inmisericorde por las aguas, en medio de un cataclismo espantoso, tan tremendo y destructor como el mismo diluvio y sin embargo, relatos y leyendas aventuradas hacen suponer que algunas de las razas y pueblos que llegaron a Mesoamérica -especialmente la maya-, fueron originarios del continente perdido.

Esta aseveración se presta a discusiones y agrias polémicas puesto que asegura que los teotihuacanos fueron también atlantes y que los olmecas y que los mixtecos y que muchos habitantes de América, antes de la conquista llegaron de La Atlántida.

El obstáculo principal para aceptar esta teoría, la presenta el lenguaje, pues la lengua hablada por mayas, toltecas, mixtecos, zapotecas, totonacas, teotihuacanos y olmecas eran y siguen siendo distintas y sus culturas también aunque se han encontrado ciertas semejanzas tanto en sus cuestiones políticas como religiosas. Pero es que tanto el antropólogo, como el arqueólogo, como el investigador, piensan en La Atlántida como un solo continente, con una misma cultura y un mismo idioma, unas mismas costumbres y una sola religión y no hay una cosa más equivocada, puesto que La Atlántida fue un continente inmenso que se sumergió en las aguas pero en el cual estaban asentadas varias naciones que hablaban distintas lenguas y tenían varias costumbres y culturas.

Pueden ser entonces descendientes o supervivientes de aquellos atlantes, los pueblos que arribaron a Mesoamérica trayendo sus pasmosas culturas que aún hoy asombran a los más eruditos y los llenan de interrogantes con respecto a cómo pudieron hacer esto y como lograr a aquellos prodigios de edificios, de tallado escultórico, de transporte de pesadísimos monolítos y de material de construcción. Cómo llegaron al conocimiento de la astronomía y la aritmética, y el calendario y las artes y la orfebrería.

Aceptado esto, debe echarse por tierra la idea de que los cultos y maravilloso pobladores de Mesoamérica, no fueron producto de la evolución, que no saltaron de las chozas o de las tribus nómadas a un asentamiento cultural asombroso, pus tal cosa no se logra en unos miles de años.

¿En dónde estuvo y existió pues la Atlántida?

Cuentan los viejos más viejos que los viejos, que allá en los tiempos remotos, cuando el mundo y el mar tenían otra forma, florecieron por el lado Poniente o sea el Mar Pacífico, una formidable cultura que se localizaba en el Continente de Lemuria. Los lemures fueron tipos que habían llegado a una casi perfección en leyes, artes, cultura, religión, sociedad, etc.

Por el lado del Oriente o el pavoroso Mar Atlántico, estaba el inmenso continente de La Atlántida, en donde también se había alcanzado un alto grado de madurez cultural, artística, política y de organización social y religiosa. Se trabajaban los metales preciosos y las piedras finas.

Entonces ocurrió el más formidable cataclismo de que se tenga memoria. Se levantaron los mares, se revolvieron las montañas, se hundieron los continentes y surgieron otras tierras y en medio de ese caos espantoso, algunos lograron sobrevivir, escapar entre los océanos tormentosos abordo de bajeles abordados a última hora y con gran premura.

Como es lógico suponer, los lemures arribaron a las costas de lo que hoy es América, en sus costas del Océano Pacífico, que desde entonces yace quieto y azul. Llevaron sus costumbres y cultura y se asentaron en tierras que fueron de Incas, en la Isla de Pascua, a lo largo de las costas que les brindaron asilo y protección, lugar para un nuevo asentamiento.

Por el Golfo de México que es hoy, arribaron varios grupos de La Atlántida, hombres miembros de pueblos de la misma tierra pero de distintas naciones y esos pueblos se llamaron olmecas, procedentes de Olman, tierra del hule, los mayas, los totonacas, los mixtecas o zapotecas. De allí ciertas diferencias étnicas y de lengua y de costumbres, de cultura. Los teotihuacanos se adentraron hasta el altiplano, por temor a un nuevo cataclismo que pudiera barrer las costas, buscando la seguridad de una altura que los mantuviera al margen de un nuevo desastre.

Tal dicen los viejos más viejos que los viejos, que no dejaron crónicas escritas ni talladas de este suceso, porque todos estos pueblos lo sabían y conocían. No hay detalles de esta arribazón de gentes procedentes de La Atlántida y todos son atlantes como hoy pudieran ser europeos los alemanes, frenceses, ingleses, italianos, etc., que no son idénticos ni en lenguas, ni en costumbres, ni en sangre.

De allí la divergencia también de las dos culturas correspondientes a las costas americanas, la peruana, la inca, los viricochas, los gigantes del Machu Pichu, la cultura del valle de Nasca, los colosales monolitos y construcciones de Tiahuanaco, en fin.

Dicen los viejos más viejos que los viejos que todo esto sucedió mucho antes de que los chichimecas, los otomíes y esas tribus nómadas se unieran en un plan belicoso y destructor, para apoderarse de los grandes centros culturales y religiosos y destruir esas asombrosas civilizaciones de las que por fortuna aún nos quedan vestigios sorprendentes.

Esta puede ser la explicación de las grandes incógnitas de los calendarios, de los numerales, de las cuestiones astronómicas de cómo pudieron trasladar enormes piedras, bloques, monolitos y construir altos edificios, haciendo uso de su gran conocimiento de la hidráulica, de la física, de la mecánica y de todos esos elementos que les facilitaron esas obras titánicas.

Todo esto cuentan los viejos más viejos que los viejos y aseguran que lo contaban los olmecas, única raza de la cual no se conservan escritos, de la que se desconoce su lenguaje y sus caracteres ideográficos, porque decían con gran razón, que todos los pueblos sabían su origen, su tragedia y nadie olvidaba el gran cataclismo que los arrojó a estas playas.

Eran tiempos en que el mar no estaba en donde está y la tierra tenía diversas formas, unas formas distintas a las actuales. Esta es la leyenda que se va deformando y olvidando al paso de los siglos...

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El Chajá

El anciano Aguará era el Cacique de una tribu guaraní. En su juventud, el valor y la fortaleza lo distinguieron entre todos; pero ahora, débil y enfermo, buscaba el consejo y el apoyo de su única hija, Taca, que con decisión acompañaba al padre en sus tareas de jefe.

Taca manejaba el arco con toda maestría, y en las partidas de caza, a ella correspondían las mejores piezas, constituyendo el trofeo de su arrojo ante el peligro. Todos la admiraban por su destreza y la querían por su bondad. Muchas veces había salvado a la tribu en momentos de peligro, reemplazando al padre que, por la edad y por la salud resentida, estaba incapacitado para hacerlo.

Aparte de todas estas condiciones, Taca era muy bella. De color moreno cobrizo su piel, tenía ojos negros y expresivos, y en su boca, de gesto decidido y enérgico, siempre brillaba una sonrisa. Dos largas trenzas negras le caían a los lados del rostro. Un tipoy cubría su cuerpo hasta los tobillos, y con una faja de colores que los guaraníes llamaban chumbé, lo ceñía a la cintura.

Las madres de la tribu acudían a ella cuando sus hijos se hallaban en peligro, seguras de encontrar el remedio que los salvara. Era la protectora dispuesta siempre a sacrificarse en beneficio de la tribu.

Los jóvenes admiraban su bondad y su belleza, y muchos solicitaron al Cacique el honor de casarse con tan hermosa doncella. Pero Taca rechazaba a todos. Su corazón no le pertenecía.

Ará-Naró, un valiente guerrero que en esos momentos se hallaba cazando en las selvas del norte, era su novio y pensaban casarse cuando él regresara. Entonces el viejo Cacique tendría, en su nuevo hijo, quien lo reemplazase en las tareas de jefe.

La vida de la tribu transcurría serena; pero un día, tres jóvenes: Petig, Carumbé y Pindó, que salieron en busca de miel de lechiguana, volvieron azorados trayendo una horrible noticia. Al llegar al bosque en busca de panales, cada uno de ellos había tomado una dirección distinta. Se hallaban entregados a la tarea, cuando oyeron gritos desgarradores. Era Petig, que, sin tiempo ni armas para defenderse, había sido atacado por un jaguar cebado con carne humana y nada pudieron hacer los compañeros para salvarlo, pues ya era tarde. El jaguar había dado muerte al indio y lo destrozaba con sus garras. Carumbé y Pindó no tuvieron más remedio que huir y ponerse a salvo. Así habían llegado, jadeantes y sudorosos, a dar cuenta de lo sucedido.

Esta noticia causó estupor y miedo en la tribu, pues hasta entonces ningún animal salvaje se había acercado al bosque donde ellos acostumbraban ir a buscar frutos de banano, de algarrobo y de mburucuyá, que les servían de alimento.

Desde ese día no hubo tranquilidad en la tribu. Se tomaron precauciones; pero el jaguar merodeaba continuamente y muchas fueron las víctimas del sanguinario animal.

El Consejo de Ancianos se reunió para tomar una determinación que pusiera fin a semejante amenaza de peligro para todos.

Y decidieron: era necesario dar muerte a quien tantas muertes había producido.

Para conseguirlo, un grupo de valientes debía buscar y hacer frente a la terrible fiera, hasta terminar con ella.

El Cacique aprobó la determinación de los Ancianos. Pidió a los jóvenes de la tribu que quisieran llevar a cabo esta empresa, se presentaran ante él.

Grande fue la sorpresa del jefe cuando vio aparecer en su toldo a un solo muchacho: Pirá-U.

De los demás, ninguno quiso exponer su vida.

Pirá-U sentía gran admiración y un gran reconocimiento hacia el viejo Cacique. En cierta ocasión, hacía muchos años, Aguará había salvado la vida de su padre, de quien era gran amigo. Fue un verdadero acto de heroísmo el cumplido por el valiente Cacique, con peligro de su propia vida.

Desde entonces, nada había que Pirá-U, agradecido, no hiciera por el viejo Aguará. Por eso, ésta era una espléndida oportunidad para demostrarlo. Él sería el encargado de librar a la tribu de tan terrible amenaza. Así fue que Pirá-Ú, sin ayuda de nadie, confiando en su valor y en la fuerza que le prestaba el agradecimiento, partió a cumplir tan temeraria empresa. Gran ansiedad reinó en la tribu al siguiente día. Todos esperaban al valiente muchacho, deseosos de verlo llegar con la piel del feroz enemigo.

Pero las esperanzas se desvanecieron. Pasó ese día y otros más y Pirá-U no regresó.

Había sido una nueva víctima del jaguar. Nuevamente se reunió el Consejo y nuevamente se pidió la ayuda de los jóvenes guerreros. Pero esta vez nadie respondió... nadie se presentó ante el Cacique. Era increíble que ellos que habían dado tantas veces pruebas de valor y de audacia, se mostraran tan cobardes en esta ocasión.

Taca, indignada, reunió al pueblo, y en términos duros y con ademán enérgico, les dijo:

Me avergüenzo de pertenecer a esta tribu de cobardes. Segura estoy de que si Ará-Naró estuviera entre nosotros, él se encargaría de dar muerte al sanguinario animal. Pero en vista de que ninguno de vosotros es capaz de hacerlo, yo iré al bosque y yo traeré su piel. Vergüenza os dará reconocer que una mujer tuvo más valor que vosotros, cobardes!

Así diciendo entró en su toldo. El padre, que se hallaba postrado por la enfermedad, se oponía a que su hija llevara a cabo una empresa tan peligrosa.

- Hija mía -le dijo- tu decisión me honra y me demuestra una vez más que eres digna de tus antepasa­dos. Mi orgullo de padre es muy grande. Te quiero y te admiro; pero la tribu te necesita. Mi salud no me permite ser como antes y sin tu apoyo no podría gobernar.

Padre, los dioses me ayudarán y yo volveré triunfante. Si permitimos que el sanguinario animal continúe con sus desmanes no podremos llegar al bosquecillo en busca de alimentos, y la vida aquí será imposible.

Hija mía; otros deben dar muerte al jaguar. Tú eres necesaria en la tribu y no es muy seguro que te libres de morir entre las garras de la fiera.

Padre... tus súbditos han demostrado ser unos cobardes. Creen que el yaguareté es un enviado de Añá para terminar con nosotros, y temen enfrentarlo. Yo debo salvar a la tribu. ¡Permite que vaya, padre mío!

El anciano tuvo que acceder. Las razones que le daba su hija eran justas y claras ­ y no había otra manera de librarse de enemigo tan cruel.

Y Taca empezó los preparativos para ponerse en viaje ese mismo día al atardecer.

Cuando se disponía a partir, varios jóvenes trajeron la noticia de que los cazadores que partieran hacía una luna, se acercaban. Estaban a corta distancia de los toldos.

Fue para Taca una noticia que la lleno de placer y de esperanza. Entre los cazadores venía Ará-Ñaro, su novio, y él podría acompañarla para dar muerte al jaguar. Impacientes esperaban la llegada de los bravos cazadores, los que se presentaron cargados de innumerables animales muertos, pieles y plumas, conseguidos después de tantos sacrificios y de tantos peligros.

Fueron recibidos con gritos de alegría y de entusiasmo por toda la tribu que se había reunido cerca del toldo del Cacique. Junto a la entrada se encontraba éste con su hija Taca, rodeados por los ancianos del Consejo.

El viejo Aguará saludó con todo cariño a los valientes muchachos, que se apresuraron a poner a sus pies las piezas más hermosas.

- Ará-Naró, después de agasajar al Jefe, se dirigió a Taca, y como una prueba de su gran amor, le ofreció el presente que le tenía dedicado: una colección de las más vistosas y brillantes plumas de aves del paraíso, de tucán, de cisne, de garza y de flamenco. El gozo y la satisfacción se pintaron en el rostro de la doncella, que con una suave sonrisa agradeció el obsequio.

Después... cada uno se retiró a su toldo. Aguará, Taca y Ará-Naró quedaron solos. El sol se había ocultado detrás de los árboles del bosquecillo cercano. Un reflejo rojo y oro teñía las nubes, y como venido de lejos se oyó el grito lastimero del urutaú.

En ese momento, el viejo Cacique comunicó a Ará-Naró la decisión de su hija.

-Hijo mío- le dijo - un jaguar cebado con sangre humana ha hecho muchas víctimas entre nuestro pueblo. El primero fue Petig, que tomado desprevenido, murió deshecho por la fiera. Después Saeyú y otros que, confiados, fueron al bosque en busca de alimentos. Se decidió dar muerte al sanguinario animal; pero Pirá-Ú, encargado de ello, no ha vuelto. Fue, sin duda, una víctima más... Y ahora nadie quiere hacer frente a tan terrible enemigo. Todos le temen creyéndolo un enviado de Añá, imposible de vencer.

Taca, por su parte, ha decidido ser ella quien termine con el jaguar, y piensa partir ahora mismo.

-Taca, eso no es posible- dijo resuelto Ara-Ñaro-. Esa no es empresa para ti. Y los guerreros de nuestra tribu: ¿qué hacen? ¿Cómo permiten que una doncella los aventaje en valor y los reem­place en sus obligaciones?. -Los jóvenes temen a Añá, y no quieren atacar a quien creen su enviado. -Taca, ¡no irás! Seré yo quien dé muerte al jaguar, y su piel será una ofrenda más de mi amor hacia ti.

-No podrá ser, Ará-Ñaró. ¡He dado mi palabra y voy a cumplirla!... Dentro de un instante saldré en busca del jaguar, y cuando vuelva gritaré una vez más su cobardía a los súbditos del valiente Aguará.

-No has de ir sola, Taca. Espera unos instantes y yo te acompañaré.

­ Ya debo partir, Ará-Ñaro; “yahá!”…, “yahá!”…(¡vamos!, ¡vamos!).

Pronto se reunió Ará-Ñaró a su prometida, y cuando la luna envió su luz sobre la tierra, ellos marchaban en pos del enemigo de la tribu. La esperanza de terminar con él los alentaba. Cuando llegaron al bosque, Ará-Ñaró aconsejó prudencìa a su compañera, pero ella, en el deseo de terminar de una vez por todas con el carnívoro, adelantándose, lo animaba:

- “yahá!”…, “yahá!”…

Cerca de un ñandubay se detuvieron. Habían oído un rozamiento en la hierba. Supusieron que el jaguar estaba cerca. Y no se equivocaban. Saliendo de un matorral vieron dos puntos luminosos que parecían despedir fuego. Eran los ojos de la fiera, que buscaba a quienes pretendían hacerle frente. Con paso felino se iba acercando, cuando Ara­Naró, haciendo a un lado a su novia y obligándola á guarecerse detrás de un añoso árbol, se dirigió, decidido, hacia la fiera.

Fueron momentos trágicos los que se sucedieron. ¡El hombre y la fiera luchando por su vida! Ará-Naró era fuerte y valiente, pero el jaguar, con toda fiereza, lanzó un rugido salvaje. Taca, que desde su escondite seguía con ansiedad una lucha tan desigual, se estremeció.

Un zarpazo desgarró el cuello del valiente indio y lo arrojó a tierra. Con él rodó la fiera enfurecida y poderosa.

Taca dio un grito, y de un salto estuvo al lado del animal ensangrentado, que se trabó en pelea con su nueva atacante.

Pero fue en vano. En esa prueba de valientes, ninguno salió triunfante.

Taca, Ará-Ñaró y el jaguar pagaron con su vida el heroísmo que los llevó a la lucha.

Pasaron los días. En la tribu se tuvo el convencimiento de la muerte de los jóvenes prometidos.

-El viejo Cacique, cuya tristeza era cada vez mayor, fue consumiéndose día a día, hasta que Tupá, condolido de su desventura, le quitó la vida.

Todos lloraron al anciano Aguará, que había sido bueno y valiente, y de quien la tribu recibiera tantos beneficios.

Prepararon una gran urna de barro, y después de colocar en ella el cuerpo del Cacique, pusieron sus prendas y, como era costumbre, provisiones de comida y bebida.

En el momento de enterrarlo, en el lugar que le había servido de vivienda, una pareja de aves, hasta entonces desconocidas, hizo su aparición gritando: -- “yahá!”…, “yahá!”…

Eran Taca y Ará-Naró, que convertidos en aves por Tupá, volvían a la tribu de sus hermanos.

Ellos los habían librado del feroz enemigo, y desde ahora serían sus eternos guardianes, encargados de vigilar y dar aviso cuando vieran acercarse algún peligro.

Por eso, el chajá, como le decimos ahora, sigue cumpliendo el designio que le impusiera Tupá, y cuando advierte algo extraño, levanta el vuelo y da el grito de alerta: ; "Yahá!..., " "Yahá!"...
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El Girasol

Caía la tarde. El sol, como un disco de fuego, transmitía su color rojo al cielo, que cubierto de nubes bordeadas de oro ofrecía los más variados tonos del índigo, del jacinto y del celeste en el crepúsculo estival.

Los indígenas de la tribu de Guazú-tí, susceptibles a las bellezas de la naturaleza, atribuían este espectáculo maravillosos a la creencia de que el sol lucía sus mejores galas para recibir el alma del angelito que acababa de morir.

Se trataba de Miní, el último hijo del cacique nacido hacía apenas tres lunas.

Cuando nada lo hacia suponer, una dolencia extraña había producido la muerte de la criatura.

Depositaron el cuerpecito del niño en una urna de barro que colocaron en la oga guasú de los padres. A ella iban llegando hombres y mujeres, viejos y jóvenes, para celebrar la muerte del angelito, cuya alma, por no haberse contaminado con los males y vicios de la tierra, estaba destinada a ocupar un lugar de privilegio en el reinado del sol. Subiendo por uno de los rayos que el astro envió con ese objeto, el alma ya había llegado al cielo.

En la tierra, en la casa de los padres, se dio comienzo a la fiesta con motivo de este acontecimiento.

Ya tenía Caranda-í y Guazú-Ti quien rogara por ellos junto a sus dioses.

Los festejos comenzaron. La chicha corrió en abundancia y cuando se empezaron a notar sus efectos entre la concurrencia, se dio principio a los bailes y a los cantos entonados por los presentes.

En un claro del bosque, junto a la cabaña donde descansaba el cuerpecito del niño, se encendieron grandes fuegos alrededor de los cuales, acompañándose con gritos, mímica adecuada y movimientos de brazos, danzaban hombres y mujeres.

Toda la noche duró la celebración y continuó una vez enterrado el "muertito".

Guazú-tí y su tembirecó Caranda-í habían tenido varios hijos; pero todos habían muerto antes de llegar al eichú, atacados por la misma rara dolencia que Miní.

Caranda-í estaba muy triste. Ella soñaba con tener una hija que alegrara su vida y la acompañara a realizar las tareas propias de las mujeres de la tribu; le enseñaría a hilar y a tejer algodón, a labrar la tierra y a sembrar, a fabricar esteras, a tejer lindas chumbés... Hasta en su nombre había pensado. La llamaría Panambí porque iba a ser bonita y alegre, y como las mariposas iría de flor en flor...

Por su parte, Guazú-tí deseaba tener un hijo fuerte y valiente como sus antepasados, que los acompañara en sus excursiones de caza, que manejara con destreza el arco y la flecha, que supiera construir y dirigir una canoa, pescar los mejores peces y defender la tierra de sus antepasados con valor y con audacia. Él sería más tarde, a su muerte, el cacique de la tribu...

Pero contra estos deseos de ambos esposos, estaban los designios del Sol que se negaba a concederles el ansiado hijo.

Días más tarde conversaron Caranda-í y Guazú-í llegando a la conclusión de que los dioses estaban enojados.

Decidieron entonces ofrecerles sacrificios y ofrendas que los reconciliaran con ellos. Al mismo tiempo les pedirían el hijo soñado.

Se hicieron importantes rogativas de las que participó toda la tribu.

Las rogativas fueron oídas por el Sol. Un eichú después, en un día brillante, hacia mediodía, nació en el hogar del cacique una hermosa niña, hija de Caranda-í y de Guazú-tí a la que llamaron, tal como lo deseaba la madre, Panambí.

Todos los cuidados les parecieron pocos para dedicarlos a la recién nacida, pensando siempre con temor, en que la pequeña, tal como sucediera con sus hermanos, podría contraer la grave dolencia que los había llevado a las regiones donde impera el Sol.

Pasó el tiempo y la pequeña Panambí llegó a ser una hermosa criatura vivaz y juguetona. Sus ojos negros brillaban como dos cuentas de azabache y era muy gracioso oírla, en su media lengua, imitar el lenguaje de sus padres y de los niños que jugaban con ella.

En todos los que la rodeaban, y sobre todo en sus padres, había quedado imborrable el recuerdo de la primera palabra pronunciada por la niña y que ellos escucharon estupefactos.

Se hallaban junto a su oga, en una mañana de yasí-mo-coí, cuando la chiquita, levantando sus ojitos al cielo, hacia el lugar donde el disco del Sol lucía en toda su brillantez, dijo con suma facilidad, como si estuviera acostumbrada a pronunciarlo:

Cuarajhí...

Todos se miraron asombrados, creyendo haber oído mal, pues eran muchas las dificultades que ofrecía la palabra para quien sólo había balbuceado hasta entonces.

Como para que no les quedara el menor asomo de duda, la pequeña Panambí volvió a repetir:

—Cuarajhí...

Desde ese momento, su lengüita de trapo no cesó en sus intentos de reproducir el lenguaje de los que la rodeaban, consiguiendo hacerse entender con medias palabras o con sonidos más o menos parecidos a los que trataba de pronunciar.

Sólo una palabra surgía perfecta de su boquita a la que asomaban los primeros dientes:

—Cuarajhí...

La pequeña Panambí crecía sana y fuerte. Su carita mofletuda, de color cobrizo, era el más claro exponente de su buena salud; pero la madre, que vivía con el temor de que la pequeña, al igual que sus anteriores hijos, enfermara de pronto, multiplicó sus cuidados y la rodeó de innumerables atenciones.

El invierno había llegado con sus fríos intensos y con sus vientos continuos, que silbaban al pasar entre los juncos y las totoras, encrespando las aguas del río y agitando con fuerza las ramas de los zuiñandíes, de los aguaribais, de los chañares y de los piquillines.

Entonces se aumentaron los cuidados a la pequeña: se evitaba sacarla al aire, se trataba de que no tomara frío, terminaron no dejándola salir de la oga guasú, donde pasaba sus días y sus noches.

El tiempo desapacible pasó y la ará-ivotí llegó con su aire tibio y perfumes de flores.

Para la pequeña Panambí, sin embargo, la vida continuó como hasta entonces. En vista de los buenos resultados obtenidos merced a los cuidados a que se la sometiera durante esa temporada, decidieron continuar en la misma forma por temor de que el menor descuido fuera la causa de una enfermedad imprevista que les arrebatara a la hijita.

Por esa causa, mientras todos los niños correteaban por la pradera cortando los jugosos frutos que les ofrecían abundantes el mburucuyá, el ñangapirí y el chañar, o recogiendo miel silvestre que gustaban con fruición, la pequeña Panambí, víctima de cuidados exagerados, estaba condenada a no salir de su oga guasú.

Pasaron así varios años. Caranda-í y Guazú-tí, felices al haber conseguido conservar a su hijita que ya tenía seis años, vivían para cuidarla, evitándole el frío, el aire muy directo, el sol fuerte.

La preciosa criatura que era Panambí cuando apenas contaba un año había sufrido un cambio por demás notable. Era una chica alta, muy delgada, pálida y de aspecto enfermizo, callada, taciturna e inapetente.

Pasaba su vida quietecita, sentada en un rincón de la cabaña, y al contrario de lo que sucede con los niños de su edad, ella jamás sentía deseos de jugar ni de reír.

Día llegó en que no quiso levantarse del lecho formado por una armazón de ramas, cubierta con hojas de palmera.

Con la vista fija en la pared que quedaba frente a ella y de la que colgaban el arco y las flechas de su padre, miraba sin ver.

El padre y la madre, al comprobar el decaimiento de la niña, temieron que hubiera llegado la hora en que los dioses la llamaran a su lado y, desesperados, trataron de reanimarla, consiguiendo, después de muchos ruegos, que se levantara.

Poco duró la alegría que les produjo esta determinación de la niña, porque al poco rato se hallaba echada en una de las hamacas de algodón colgadas en el interior de la oga guasú.

Convencidos de que el extraño mal había alcanzado a su hija a pesar de los cuidados prodigados, Guazú-tí mandó llamar al hechicero a fin de conjurar el mal que había atacado a su hija.

Fantásticas ceremonias realizó el hechicero frente a la hamaca donde descansaba la niña, hasta que por fin, con el rostro congestionado y la mirada ausente, dijo, dirigiéndose al padre:

—Tu hija se muere víctima de su encierro. Ella te fue enviada por Cuarajhí y tú la privas de sus rayos que son para la niña, la vida y la salud. Panambí necesita aire, luz y sol... ¡sol en abundancia! No hay medicina ni cuidados que curen a tu hija. Panambí se muere porque le falta sol. Él es el único que puede devolverle la salud perdida...

Calló el hechicero y Guazú-tí, dispuesto a seguir cuanto antes sus consejos, llevó una de las hamacas y la colgó afuera, entre dos chañares cubiertos de flores amarillas.

En los brazos transportó a su hija y allí la depositó con cuidado. La madre, que seguía ansiosa las reacciones de la pequeña Panambí creyó descubrir en su rostro una imperceptible expresión de alegría al contacto del aire y del sol, que acariciaron su carita delgada.

También el padre notó el cambio en el semblante de su hija y sintió que, tal como lo predijera el hechicero, la salvación de la niña sería Cuarajhí.

En ese momento un rayo de sol, filtrándose por entre las ramas florecidas, llegó hasta el pobre rostro de Panambí para trasmitirle su calor y su energía.

Desde ese instante la felicidad volvió a la oga guasu del cacique. La niña recuperó su lozanía y contrariamente a lo que hiciera hasta entonces, vivió en plena naturaleza, gozando del aire y del sol que la tonificaron y le devolvieron las fuerzas y la salud perdida.

Tal como lo hacía cuando era pequeña, sus ojos buscaban afanosos el disco brillante del sol al que miraba sin pestañear, demostrando una disposición especial para resistir su potencia y su brillo enceguecedor.

Clavaba en él la vista con adoración, y en un tono dulce y arrobado, susurraba:

Cuarajhí...

Poco hablaba con quienes la rodeaban limitándose casi a responder a las preguntas que le formulaban y sin demostrar mayor interés por nada que no se refiriera al sol.

Al atardecer, cuando el astro se escondía en el ocaso, Panambí volvía a la cabaña de la que no salía hasta el día siguiente cuando los primeros rayos retornaban para iluminar la tierra.

Durante los días nublados, nadie conseguía que la niña abandonara la oga guasú de sus padres.

Corrió el tiempo. La dulce niña se ha transformado en una doncella hermosa y atractiva a la que pretenden como esposa los más valientes guerreros de Guazú-tí y de otras tribus vecinas.

El cacique y su tembirecá temen ver llegar el día en que la cuñataí se decida a aceptar por esposo a alguno de los pretendientes y deba abandonar la oga guasú de sus padres.

Panambí, en cambio, parece no pensar en ellos, pues no demuestra interés por ninguno de los jóvenes que desean hacerla su esposa. Como siempre, los momentos más felices son, para ella, los que le permiten gozar de la tibia caricia de los rayos que le envía Cuarajhí.

Un día en que el sol, brillante y espléndido, dora la tierra, llega a la cabaña del cacique en busca de Panambí, Yasí-ratá, una jovencita de su misma edad con la que ha sido muy amiga desde pequeña.

Viene la niña a invitarla para hacer un paseo al bosque cercano donde recogerán apetitosos frutos.

Para llegar a él, deben cruzar el río, pues los árboles más hermosos, crecen en la otra ribera, un poco más al sur que las tierras del cacique Guazú-tí.

Acepta Panambí complacida, y las dos, con los cestos de fibras de palma enlazados en sus brazos, se dirigen a la orilla donde está amarrada la canoa que han de utilizar para cruzar el Paraná.

El sol brilla esplendoroso, reflejándose en las aguas del río que refulgen como espejo.

Panambí, realmente feliz, levanta su cara al cielo y clavando sus ojos en el disco incandescente, recibe, con expresión complacida, la caricia de sus rayos.

Suave se desliza la canoa sobre las aguas tranquilas, impulsada por los seguros golpes de pala que maneja con habilidad Yasí-ratá.

Algo alejados de la costa, pasan los camalotes florecidos llevados por la corriente. Las altas riberas, bordeadas de ceibos cargados de flores rojas y de sauces cuyas ramas flexibles cubiertas de hojas angostas se inclinan sobre el río formando cascadas de verdor, se espejan en las aguas tranquilas.

En el interior, los árboles se multiplican en tupidos bosques cuyas copas unidas entre sí por lianas florecidas, por hispíos y helechos, constituyen el jardín natural y maravilloso de las riberas de nuestro gran río en esa región.

Cuando llegan al lugar propicio para bajar, las dos amigas acercan la canoa a la costa, desembarcando con pericia y habilidad.

Con cordeles hechos con fibras de hojas de caraguatá, la amarran a uno de los árboles que crecen en la ribera.

Contentas, gozando de un día tan hermoso, llevando enlazados en sus brazos los cestos de fibras de palmera, se internan en el bosque por caminos cubiertos de enredaderas en flor, de lianas trepadoras que se enroscan en los troncos fuertes y en las ramas, cayendo luego en guirnaldas florecidas o formando glorietas naturales que las flores engalanan con el variado colorido de sus pétalos.

El sol, abriéndose camino entre el follaje, consigue, aquí y allá, poner una mancha de luz en la umbría, alcanzando al mburucuyá y al taco de reina cuyas flores agradecidas le devuelven en colorido maravilloso el calor de sus rayos fecundos.

Junto a ellas, el guaviyú de flores blancas y el isipó de hermosas flores purpúreas, embalsaman, con sus perfumes delicados y persistentes, el aire agitado por suave brisa.

Panambí, al igual que las flores, busca la caricia del sol, y al conseguirla su rostro resplandece de felicidad.

Llegan, momentos después, al lugar donde el ñangapirí, el chañar y el arasá les ofrecen sus frutos sabrosos que ellas recogen con placer, depositándolos en los cestos.

Cuando terminan de llenarlos, resuelven volver. Panambí desea llegar cuanto antes a un lugar abierto donde los rayos del sol no encuentren obstáculos que intercepten su llegada a la tierra y pueda ella recibirlos sin dificultad.

Por eso se siente feliz cuando, sentadas en la canoa, vuelven a surcar las aguas del río.

Hace unos instantes que navegan, cuando Yasí-ratá, atenta a los ruidos y a los acontecimientos, nota que una embarcación dirigida por dos apuestos muchachos, se acerca a ellas, como queriendo darles alcance.

Panambí, por completo dedicada a mirar al sol, nada ha notado, ni se interesa siquiera cuando su amiga le dice:

—Mira, Panambí... esa canoa se acerca. ¿Conoces a los que vienen en ella?

La aludida, que continúa ensimismada, no la oye. Yasí-ratá se ve obligada a repetir:

—Panambí... ¡escúchame! ¿Conoces a los que se acercan en esa canoa?

Como de un sueño sale la cuñataí. Mira al descuido, y sin mayor atención responde:

—No... no los conozco.

De inmediato vuelve a sumirse en la contemplación de Cuarajhí, único "ser" capaz de despertar y mantener su interés.

Instantes después, la otra canoa, dirigida por brazos jóvenes y vigorosos, se les pone a la par y uno de los mozos, deslumbrado por la belleza de Panambí, cuyas trenzas negras como el Jacaranda caen sobre sus hombros y cuya expresión de arrobamiento impresiona al joven guerrero, dirigiéndose a ella le pregunta:

—¿Quién es el cacique dichoso que gobierna una tribu de mujeres tan hermosas?

Panambí ni le ha oído siquiera, tan ensimismada sigue en la contemplación del sol. Por eso Yasí-ratá se ve obligada a responder:

—Somos de la tribu del cacique Guazú-tí.

—¿Quién es tu compañera? — pregunta a Yasí-ratá el joven, notando el desinterés de la hermosa cuñataí.

-Panambí es la hija del cacique que gobierna mi tribu

-¿Panambí es su nombre?

Inquiere el muchacho

-Así se llama...

Llegadas frente al lugar donde se levanta la toldería a la que pertenecen, las dos amigas tuercen su canoa en esa dirección, desembarcando instantes después en la orilla cubierta de sauces y de zuiñandíes.

Los dos muchachos han seguido en su igá, no sin antes dirigir una mirada de reconocimiento al lugar donde llegaron las dos cuñataís.

Yasí-ratá, parlanchina y comunicativa, cuenta en la tribu el encuentro tenido en medio del río, y todos, especialmente las otras doncellas, sienten gran interés y curiosidad por conocer quiénes han sido los desconocidos admiradores de sus amigas.

Varios días después Guazú-tí se ve sorprendido por la llegada de dos emisarios del cacique Corocho, acérrimo enemigo de su pueblo.

Su sorpresa es mayor cuando se entera de que los guerreros llegan como amigos, haciéndole entrega de valiosos regalos, consistentes en una coraza de cuero de pécari, pieles de jaguar y de venado, y para la dulce Panambí, ofrecen una chumbé de color púrpura, de la que pende una falda de blancas plumas de garza.

Este presente lo envía Pirayú, el hijo del cacique Corocho, quien, deslumbrado por la belleza de Panambí, a la que conoció días antes al encontrarse sus canoas en medio del río, desea hacerla su esposa.

El padre, al suponer que si su hija acepta deberá abandonar la tribu para seguir al esposo a sus lejanos dominios, va a responder con una negativa, cuando pensando que ésa puede ser la felicidad de la doncella, despojándose de todo egoísmo, decide que sea la niña quien responda a la demanda.

La felicidad de su hija es más importante para él que su propia ventura.

Llama a Panambí, y en presencia de los emisarios de Corocho le hace conocer los deseos de Pirayú.

Al ver que la doncella nada responde, agrega para instarla a contestar.

—Panambí... los emisarios de Corocho esperan tu decisión. ¿Deseas ser la esposa de Pirayú? ¿Qué contestas, che tayira?

—Yo no deseo casarme y menos con un enemigo de nuestro pueblo. Respóndele que no acepto, padre.

Volvieron los emisarios con tan ingrata respuesta a los dominios de Corocho.

La ira dominó a Pirayú al conocerla, y enceguecido por el despecho y la imposibilidad de realizar sus deseos, dejándose llevar por su carácter dominante y belicoso, convenció a su padre para que declarara la guerra a sus odiados enemigos.

Una noche, cuando en la aldea indígena todos descansaban en sus toldos, llegaron a la orilla innumerables canoas repletas de guerreros que desembarcaron con presteza y cautela. Tenían el propósito de apoderarse de la bella Panambí, y en caso de ser descubiertos sin haberlo conseguido, presentar una lucha franca y decisiva que les permitiera lograr, para su jefe, la hermosa doncella de la que estaba enamorado.

El oído aguzado de los guerreros de Guazú-tí, siempre alertas a las sorpresas desagradables, descubrió a los intrusos en momentos en que por la playa se acercaban a la toldería.

Pronto cundió la noticia por la aldea indígena, entablándose un combate cruento y feroz entre los enemigos implacables.

La lucha, cada vez más cruel y despiadada, tenía como único objetivo

apoderarse de Panambí.

Conocedor de esta finalidad y con la idea de salvar a su pueblo de enemigos tan crueles, Tatá, uno de los guerreros de guazú-tí busca a la hija del cacique proponiéndole que huya y ofreciéndose él mismo para ayudarla en la empresa.

Convencida la doncella de la razón que asiste al guerrero, y considerando que su desaparición proporcionará la tranquilidad a su pueblo, se resuelve a seguir a Tatá, pero antes desea despedirse de sus padres por lo que siente inmenso cariño.

Cuando llega a la oga guasú cree morir de desesperación, pues en su lecho de palmas yace su padre, herido de muerte por una flecha enemiga que le ha atravesado el corazón. A su lado , caranda-í y la hechicera, con infusiones, tisanas y pomadas, tratan de conjurar los efectos funesto de las armas enemigas.

El cacique, valiente, se había batido con arrojo en una lucha cruel que terminó con su vida. En un ultimo suspiro, cuando las palabras se negaban a brotar de sus labios, pudo con gran esfuerzo dedicar su postrer aliento a su hija tan querida, balbuceando apenas:

-Panambí....

Se abrazó ella al cuerpo exánime de su padre y en ese momento se hizo el firme propósito de huir, siguiendo los consejos de Tatá, para salvar por lo menos lo poco que quedaba de lo que fuera la tribu del valiente Guazú-tí.

Corrió desesperada tratando de borrar de su mente el triste y doloroso espectáculo al que acababa de asistir y que la sumía en la más cruel desesperación.

Cruzó montes tupidos, atravesó grandes llanuras, corrió... corrió sin cesar, impulsada por una fuerza desconocida que le multiplicaba sus energías. No sentía cansancio, ni hambre, ni sed... Sólo deseaba alejarse... alejarse más y más... a un lugar donde se viera libre del asedio de su enemigo y en el cual hallara la paz para su espíritu.

Ignoraba la pobre Panambí que, enterado Pirayú de su huida por uno de sus guerreros, la siguió muy de cerca durante la larga distancia recorrida, con el propósito, cada vez más firme, de hacerla su esposa, tal como se lo propusiera al conocerla.

La noche tocaba a su fin. Por oriente un resplandor de oro anunció el amanecer. Las estrellas se fueron borrando una a una y las nubes comenzaron a teñirse de lila y de rosado. El sol se abrió paso entre ellas pintando sus bordes con filetes dorados.

El trino de los pájaros, en armonioso concierto, despertó al bosque, y el sol llegó a la tierra con sus dardos de oro.

En ese instante Pirayú estuvo muy cerca de Panambí. Ella, dándose cuenta recién del peligro que corría, quedó, perdido todo movimiento, como clavada en el lugar donde se hallaba, el cuerpo tenso, los brazos caídos y una expresión de horror en su rostro hermoso.

Sintiendo la caricia del sol sobre sus miembros desnudos, levantó Panambí los ojos al cielo, y en muda y desesperada plegaria pidió su ayuda al astro que jamás la había abandonado.

Pirayú, tocado por el espectáculo que tenía ante su vista, no pudo dar paso más. Panambí levantó sus brazos, mientras sus ojos, fijos en el sol, repetían el anhelante pedido de su alma:

—¡Socorro...!

Varios haces de luz deslumbrante envolvieron a la niña. Cuando la luz desapareció, con ella había desaparecido la dulce Panambí.

En su lugar quedó, en cambio, una planta de grandes y anchas hojas verdes y fuerte tallo, en cuyo extremo lucía una flor que semejaba un rostro vuelto hacia el sol y que debía seguirlo en su paso por el firmamento como si no le fuera posible sustraerse a su constante atracción.

Así nació el girasol que, a pesar del tiempo transcurrido, continúa adorando al astro, al que sigue siempre fiel, en su paso por la tierra.

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sábado, enero 06, 2007

Leyenda de los Temblores

Por estas tierras se cuenta que, hace mucho tiempo, hubo una serpiente de colores, brillante y larga.

Era de cascabel y para avanzar arrastraba su cuerpo como una víbora cualquiera. Pero tenía algo que la hacía distinta a las demás: una cola de manantial, una cola de agua transparente.

Sssh sssh... la serpiente avanzaba. Sssh sssh... la serpiente de colores recorría la tierra. Sssh sssh... la serpiente parecía un arcoiris juguetón, cuando sonaba su cola de maraca. Sssh sssh...

Dicen los abuelos que donde quiera que pasaba dejaba algún bien, alguna alegría sobre la tierra.

Sssh sssh... ahí iba por montes y llanos, mojando todo lo que hallaba a su paso. Sssh sssh... ahí iba por montes y llanos, dándoles de beber a los plantíos, a los árboles y a las flores silvestres. Sssh sssh... ahí iba por el mundo, mojando todo, regando todo, dándole de beber a todo lo que encontraba a su paso.

Hubo un día en el que los hombres pelearon por primera vez. Y la serpiente desapareció. Entonces hubo sequía en la tierra.

Hubo otro día en el que los hombres dejaron de pelear. Y la serpiente volvió a aparecer. Se acabó la sequía, volvió a florecer todo. Del corazón de la tierra salieron frutos y del corazón de los hombres brotaron cantos.

Pero todavía hubo otro día en el que los hombres armaron una discusión grande, que terminó en pelea. Esa pelea duró años y años. Fue entonces cuando la serpiente desapareció para siempre.

Cuenta la leyenda que no desapareció, sino que se fue a vivir al fondo de la tierra y que ahí sigue. Pero, de vez en cuando, sale y se asoma. Al mover su cuerpo sacude la tierra, abre grietas y asoma la cabeza. Como ve que los hombres siguen en su pelea, sssh... ella se va. Sssh sssh... ella regresa al fondo de la tierra. Sssh sssh... ella hace temblar... ella desaparece.
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El chom

Cuenta la leyenda que en Uxmal, una de las ciudades más importantes de El Mayab, vivió un rey al que le gustaban mucho las fiestas. Un día, se le ocurrió organizar un gran festejo en su palacio para honrar al Señor de la Vida, llamado Hunab ku, y agradecerle por todos los dones que había dado a su pueblo.

El rey de Uxmal ordenó con mucha anticipación los preparativos para la fiesta. Además invitó a príncipes, sacerdotes y guerreros de los reinos vecinos, seguro de que su festejo sería mejor que cualquier otro y que todos lo envidiarían después. Así, estuvo pendiente de que su palacio se adornara con las más raras flores, además de que se prepararan deliciosos platillos con carnes de venado y pavo del monte. Y no podía faltar el balché, un licor embriagante que le encantaría a los invitados.

Por fin llegó el día de la fiesta. El rey de Uxmal se vistió con su traje de mayor lujo y se cubrió con finas joyas; luego, se asomó a la terraza de su palacio y desde allí contempló con satisfacción su ciudad, que se veía más bella que nunca. Entonces se le ocurrió que ese era un buen lugar para que la comida fuera servida, pues desde allí todos los invitados podrían contemplar su reino. El rey de Uxmal ordenó a sus sirvientes que llevaran mesas hasta la terraza y las adornaran con flores y palmas. Mientras tanto, fue a recibir a sus invitados, que usaban sus mejores trajes para la ocasión.

Los sirvientes tuvieron listas las mesas rápidamente, pues sabían que el rey estaba ansioso por ofrecer la comida a los presentes. Cuando todo quedó acomodado de la manera más bonita, dejaron sola la comida y entraron al palacio para llamar a los invitados.

Ese fue un gran error, porque no se dieron cuenta de que sobre la terraza del palacio volaban unos zopilotes, o chom, como se les llama en lengua maya. En ese entonces, estos pájaros tenían plumaje de colores y elegantes rizos en la cabeza. Además, eran muy tragones y al ver tanta comida se les antojó. Por eso estuvieron un rato dando vueltas alrededor de la terraza y al ver que la comida se quedó sola, los chom volaron hasta la terraza y en unos minutos se la comieron toda.

Justo en ese momento, el rey de Uxmal salió a la terraza junto con sus invitados. El monarca se puso pálido al ver a los pájaros saborearse el banquete.

Enojadísimo, el rey gritó a sus flecheros:
—¡Maten a esos pájaros de inmediato!

Al oír las palabras del rey, los chom escaparon a toda prisa; volaron tan alto que ni una sola flecha los alcanzó.
—¡Esto no se puede quedar así! —gritó el rey de Uxmal— Los chom deben ser castigados.
—No se preocupe, majestad; pronto hallaremos la forma de cobrar esta ofensa —contestó muy serio uno de los sacerdotes, mientras recogía algunas plumas de zopilote que habían caído al suelo.

Los hombres más sabios se encerraron en el templo; luego de discutir un rato, a uno de ellos se le ocurrió cómo castigarlos. Entonces, tomó las plumas de chom y las puso en un bracero para quemarlas; poco a poco, las plumas perdieron su color hasta volverse negras y opacas.

Después, uno de los sacerdotes las molió hasta convertirlas en un polvo negro muy fino, que echó en una vasija con agua. Pronto, el agua se volvió un caldo negro y espeso. Una vez que estuvo listo, los sacerdotes salieron del templo. Uno de ellos buscó a los sirvientes y les dijo:
—Lleven comida a la terraza del palacio, la necesitamos para atraer a los zopilotes.

La orden fue obedecida de inmediato y pronto hubo una mesa llena de platillos y muchos chom que volaban alrededor de ella. Como el día de la fiesta todo les había salido muy bien, no lo pensaron dos veces y bajaron a la terraza para disfrutar de otro banquete.

Pero no contaban con que esta vez los hombres se escondieron en la terraza; apenas habían puesto las patas sobre la mesa, cuando dos sacerdotes salieron de repente y lanzaron el caldo negro sobre los chom, mientras repetían unas palabras extrañas. Uno de ellos alzó la voz y dijo:
—No lograrán huir del castigo que merecen por ofender al rey de Uxmal. Robaron la comida de la fiesta de Hunab ku, el Señor que nos da la vida, y por eso jamás probarán de nuevo alimentos tan exquisitos. A partir de hoy estarán condenados a comer basura y animales muertos, sólo de eso se alimentarán.

Al oír esas palabras y sentir sus plumas mojadas, los chom quisieron escapar volando muy alto, con la esperanza de que el sol les secara las plumas y acabara con la maldición, pero se le acercaron tanto, que sus rayos les quemaron las plumas de la cabeza. Cuando los chom sintieron la cabeza caliente, bajaron de uno en uno a la tierra; pero al verse, su sorpresa fue muy grande. Sus plumas ya no eran de colores, sino negras y resecas, porque así las había vuelto el caldo que les aventaron los sacerdotes. Además, su cabeza quedó pelona. Desde entonces, los chom vuelan lo más alto que pueden, para que los demás no los vean y se burlen al verlos tan cambiados. Sólo bajan cuando tienen hambre, a buscar su alimento entre la basura, tal como dijeron los sacerdotes.

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martes, enero 02, 2007

El Hombre del futuro

Fuentes de la Comisión de Seguridad y Cambio de Moneda de los EEUU confirman que Andrew Carlssin, de 44 años de edad, ofreció una extraña explicación al increíble exito conseguido en el mercado bursátil.

No podemos confiar en las afirmaciones de este señor. Sinceramente, creemos que se trata de un lunático y de un mentiroso compulsivo —afirmó un miembro del SCM. Pero el hecho es que, partiendo de un capital inicial de 800 $, este señor ha conseguido un margen de beneficios que supera los 350 millones de dólares. Cada inversión que ha realizado sufrió una inesperada e inexplicable subida de valor, lo cual no puede ser simple cuestión de suerte. La única manera de conseguir estos logros es a través de información ilegal.

El señor Carlssin va a estar en una celda en la isla de Rikers hasta que acceda a confesar cuáles fueron sus fuentes de información. Los desastres bursátiles del año pasado dejaron a la mayoría de los inversores desesperados. Así que cuando Carlssin consiguió que todas y cada una de las 126 operaciones de alto riesgo que realizó terminaran en un completo éxito de ganancias, atrajo sobre sí todas las miradas de los caza oportunidades de Wall Street.

Si, por ejemplo, los valores de una compañía subían debido a una unión o a una alianza de empresas tecnológicas que supuestamente debían ser acciones secretas, el Señor Carlssin lo sabía de antemano de alguna manera, nos confirmó la fuente del SCM encargada de la investigación. Una vez puesto bajo investigación, los encargados de desvelar el misterio del caso se encontraron con algo que no esperaban: una más que increíble confesión de más de cuatro horas de duración. Carlssin declaró haber viajado en el tiempo, y proceder del futuro, concretamente de una era 200 años posterior a la nuestra.

Afirma también que en su época es sabido que nuestra era fue una de las peores en lo que a caídas bursátiles se refiere, así que cualquiera con unos pocos conocimientos podría hacer aquí una fortuna. Era demasiado tentador como para resistirse, alegó Carlssin en su confesión grabada en vídeo. Había planeado hacer que pareciera todo natural, ya sabe, perder un poco aquí y allí para que no pareciera demasiado perfecto. Pero parece que me han cogido con las manos en la masa.

Con ánimos de negociar, Carlssin ofrece divulgar hechos de gran trascendencia histórica, como el paradero de Osama Bin Laden o una cura para el Sida. Todo lo que pide es poder volver a su tiempo en su máquina del tiempo. Sin embargo, rehúsa revelar la localización de dicha máquina, o explicar cómo funciona, supuestamente por miedo a que este tipo de tecnología avanzada pueda caer en manos equivocadas.

Las autoridades son muy reticentes, y afirman que las declaraciones del Viajero del tiempo no son más que patrañas. Pero lo que es innegable es que el SCM admite que no ha podido encontrar ningún registro sobre ningún Andrew Carlssin antes de Diciembre del 2002. El Weekly World News continuará investigado esta historia hasta que se resuelva.
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